miércoles, 10 de septiembre de 2014

La morada del viejo Alarcón

La morada del viejo alarcón era así nomás de vieja, los tirantes de pinotea, las alfajías y ladrillos y mas arriba las chapas derruídas, las paredes despintadas y las aberturas de antaño haciendo juego. En verano el sol calentaba tanto que podría cocinarse uno a fuego lento sin siquiera que los vecinos sospechen absolutamente nada. En invierno las arañas tejían su nido con tramas, nudos y agonías, en un cumpleaños cualquiera el que se sentaba a mi izquierda decidió dejarse el sombrero puesto porque una gotera ubicada justamente arriba suyo le propiciaba la fría humedad del agua de lluvia que con un sonido permanente y perpetuo taladraba el cerebro de todo el grupo. El viejo no tenía sentido, su pelo era gris y su ropa desalineada, su mirada profundamente perdida en la infelicidad del tiempo transcurrido respiraba con ese olor característico del ácido u orina. Había pintado el tapial del frente con un color rosa similar a la casa rosada y al palacio de la intendencia de la ciudad cosmopolita y sin embargo paredes adentro él era un hermitaño anarquista por desconocimiento convencido. Afuera era la vida, el tiempo transcurría tan lineal como así lo designaran todos los humanos que se atropellaban en torbellinos anónimos en las galerías de las calles peatonales del centro, aunque los mismos supieran que el amor era un arte que iba mucho mas allá del tiempo y la distancia y que muchos habían perdido esperando infructuosamente el vehículo que los llevase de vuelta al vientre materno. El viejo Alarcón guardaba con mucho celo un puñado de arena en su alma, él sabía que ella lo amaba y que mas tarde o mas temprano iluminaría las sombras de una soledad casi elegida. Él la amaba con el amor de los murciélagos ciegos revoloteando en la oscuridad de los armarios, o con la tenacidad de esas lombrices como víboras ágiles rastreras que por debajo de la mesa devoraban las migas de una novela de película repetida mas de cien veces en el cable. La cama durante las cuatro estaciones estaba simplemente siempre fría, no humana, de otro lado y de otra vida, aunque en verano todo fuese un infierno bajo las chapas y en invierno el frío penetrase hasta el esqueleto duro sin caricias, el viejo aún creía en el amor, y para eso alguna vez tuvo que detener el tiempo en su morada congelando así hasta su propia identidad.

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