La morada del viejo alarcón era así nomás de vieja, los tirantes de pinotea,
las alfajías y ladrillos y mas arriba las chapas derruídas, las paredes
despintadas y las aberturas de antaño haciendo juego. En verano el sol
calentaba tanto que podría cocinarse uno a fuego lento sin siquiera que
los vecinos sospechen absolutamente nada. En invierno las arañas tejían
su nido con tramas, nudos y agonías, en un cumpleaños cualquiera el que
se sentaba a mi izquierda decidió dejarse el sombrero puesto porque una
gotera ubicada justamente arriba suyo le propiciaba la fría humedad del agua de lluvia que con un sonido permanente y perpetuo taladraba el cerebro de todo el grupo. El viejo no tenía sentido, su pelo era gris y su ropa desalineada,
su mirada profundamente perdida en la infelicidad del tiempo
transcurrido respiraba con ese olor característico del ácido u orina.
Había pintado el tapial del frente con un color rosa similar a la casa
rosada y al palacio de la intendencia de la ciudad cosmopolita y sin
embargo paredes adentro él era un hermitaño anarquista por
desconocimiento convencido. Afuera era la vida, el tiempo transcurría
tan lineal como así lo designaran todos los humanos que se atropellaban
en torbellinos anónimos en las galerías de las calles peatonales
del centro, aunque los mismos supieran que el amor era un arte que iba
mucho mas allá del tiempo y la distancia y que muchos habían perdido
esperando infructuosamente el vehículo que los llevase de vuelta al
vientre materno. El viejo Alarcón guardaba con mucho celo un puñado de
arena en su alma, él sabía que ella lo amaba y que mas tarde o mas
temprano iluminaría las sombras de una soledad casi elegida. Él la amaba
con el amor de los murciélagos ciegos revoloteando en la oscuridad de
los armarios, o con la tenacidad de esas lombrices como víboras ágiles
rastreras que por debajo de la mesa devoraban las migas de una novela de
película repetida mas de cien veces en el cable. La cama durante las
cuatro estaciones estaba simplemente siempre fría, no humana, de otro
lado y de otra vida, aunque en verano todo fuese un infierno bajo las
chapas y en invierno el frío penetrase hasta el esqueleto duro sin
caricias, el viejo aún creía en el amor, y para eso alguna vez tuvo que
detener el tiempo en su morada congelando así hasta su propia identidad.
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