Yo que había
amanecido con el sabor agridulce de una media vida en la boca descubrí
de a poco que soñar era viajar en un sentido incontrolado y que esos
circuitos que uno iba desarrollando en el mas íntimo acto de soledad
luego en la vigilia se repetían de alguna forma en los otros actos
inconclusos de la vida misma. Siempre creí que todo se ceñía a esas
ganas de gritar, de recorrer valles y gritar, viajar, mirar a los ojos
de cerca, tocar los labios, sus pies, en esas ganas locas de volar bien
alto, de significar, de recorrer toda su piel, pero no podía descubrir
su voz todavía. Entonces y solo entonces en ese momento preciso el sol
parecía despuntar con su irreal movimiento aclarando primero el cielo,
volviéndose éste desde el azul mas oscuro a los lilas, naranjas en el
horizonte que yo imaginaba allá detrás del río, del lado de las islas
esperanzas, aún con los ojos cerrados se venía el gris celeste de a
poco, así envolviéndolo todo de humedad, fresco y ese olor
característico de las primeras hojas de otoño secas y quemadas en el
cordón de alguna vereda. Un dibujo impreciso, borroneado en algunas
partes, un pensamiento del recuerdo de alguna frase que jamás había
existido, un amor que crecía. Si, no cabía la menor duda, ese día sería
un día mas sin su presencia.
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